miércoles, 18 de febrero de 2015

¿Drogas? Sí, muchas gracias J. C. Ruiz Franco


¿Drogas? Sí, muchas gracias – Un alegato antiprohibicionista y a favor del derecho a la sobria ebriedad
J. C. Ruiz Franco
El autor es filósofo, profesor, escritor y traductor, se dedica a escribir sobre sustancias psicoactivas, acaba de publicar la primera biografía en español sobre Albert Hofmann, el creador de la LSD  y es el director del Proyecto Shulgin en Español, que cuenta con un grupo en Facebook. Es un apasionado del saber, especialmente el de carácter general y no específico, como la filosofía y la historia; a él y a su difusión dedica su vida, y piensa que el uso correcto de las drogas es indispensable para lograr un conocimiento pleno del mundo y sus distintos ámbitos, una actitud muy distinta a la que el común de la gente tiene de las sustancias psicoactivas, normalmente asociadas a la diversión y al descontrol, por un lado; y al mal absoluto y los problemas sanitarios, por otro. Además de demostrar con su ejemplo personal que el consumo de drogas puede utilizarse para trabajar y crear, en esta ocasión nos ofrece una extensa y detallada diatriba dirigida contra los prohibicionistas en este ámbito, y para que la ciudadanía despierte del sueño en que le ha sumido la propaganda de los gobernantes y los medios de comunicación que están a su servicio.


“¿A que sabes divertirte sin drogas”, “A tope sin drogas”, “Drogas, ¿para qué? Vive la vida”, “Engánchate a la vida”, "Drogas: ¿te la vas a jugar?”: una y otra vez, sucesivas campañas anti-droga organizadas por instituciones oficiales o subvencionadas por el gobierno, dirigidas a los ciudadanos en general y a los jóvenes en particular. ¿Consiguen algo estas iniciativas en las que muchos parecen poner toda su buena voluntad? Evidentemente no, a juzgar por las estadísticas que nos ofrecen año tras año. Eslóganes anti-droga, partidos de fútbol contra la droga…, se trata simplemente de una enorme tautología porque ¿acaso hay alguien que esté a favor de la delincuencia, la marginalidad y los problemas de salud asociados a los psicoactivos? Tal vez sí: los que se benefician con todo este entramado, como por ejemplo los narcotraficantes; pero también la red de instituciones anti-droga financiada por el estado y los agentes represores con sus leyes, reglamentos y decretos, cuya existencia no tendría sentido sin ese chivo expiatorio que les sirve de excusa para autojustificarse. Y no olvidemos a los científicos e investigadores financiados por subvenciones y que no dejan de hablar de los presuntos daños para nuestro organismo. Si el propósito de los ‘drogabusólogos’ −llamados así por su machacona insistencia en lo que ellos llaman ‘drogas de abuso’− fuera de verdad solucionar algún asunto de salud pública, abandonarían su sectarismo, defenderían la legalización −o normalización, como se quiera− y se dedicarían a investigar las sustancias –alcohol, tabaco y psicofármacos– que crean muchos más problemas que esas que tanto odian, las que vende el camello de la esquina, la chabola de La Cañada o el seller de algún black market de la Deep Web.
Vamos a decirlo sin rodeos y de forma muy sencilla: esas campañas y las declaraciones de quienes las defienden son una pura farsa. No necesitamos convencer a los lectores antiprohibicionistas, pero, muy a nuestro pesar, la mayoría de los ciudadanos está demasiado influida por los gobernantes y los medios de comunicación a su servicio. Como bien sabemos gracias a los especialistas en la materia (lean a nuestro pionero Escohotado, porque sin conocer su Historia general de las drogas no se puede opinar con fundamento sobre este tema), el problema de la droga no existía antes de que fueran prohibidas. No había delincuencia asociada a ellas, ni enfermos arrastrándose por calles y centros médicos, exceptuando a los alcohólicos. La decisión del gobierno de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, de controlar el consumo de ciertas sustancias psicoactivas −presionado por sectores puritanos con fuerte poder económico y por la entonces incipiente industria del medicamento− dio comienzo a la cascada de leyes, reglamentos, persecuciones y prohibiciones iniciados por casi todos los países del mundo y que persisten hoy día, como una muestra más del dominio norteamericano sobre el resto de naciones. Y a la vez que se persiguen las sustancias que escapan a su control, se protege y se fomenta el consumo de otras: las que dejan grandes beneficios empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y farmacéuticas, a la vez que impuestos al erario público. Mientras todos los bienpensantes se escandalizan con sólo escuchar la palabra ‘droga’, nadie se incomoda al acudir a la farmacia a comprar tranquilizantes, analgésicos o antidepresivos. Y parece que tampoco por el consumo de alcohol y tabaco, que producen −de forma directa o indirecta− millones de enfermos y muertos cada año.
Por otra parte, la vida entera sería impensable sin drogas. ¿O qué creía el lector no muy dispuesto a creer en la manipulación mediática que he explicado –y que alzará su voz contra lo expuesto en este escrito– que son la aspirina, los antibióticos, el café, la cerveza o el tabaco que suele tomar? ‘Droga’ es, por definición, cualquier sustancia que, al ser introducida en el organismo, en lugar de ser asimilada por éste –lo que sucede con los alimentos, que forman tejidos, grasa, glucosa, etc.–, pasa inalterada o se convierte en algún metabolito o subproducto suyo y causa algún tipo de alteración, que puede ser física o psíquica –la definición clásica que nos recuerda Escohotado en su gran obra–, y dentro de los tipos de modificación física o psíquica se engloban muchas subcategorías.
Droga: 1. Nombre genérico de ciertas sustancias minerales, vegetales o animales, que se emplean en la medicina, en la industria o en las bellas artes. 2. Sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno. 3. Medicamento.
En eso consiste –propiamente hablando– una droga, que por cierto es sinónimo de “fármaco”, así que el lector ya sabe –por si no lo sabía aún– que todos nos drogamos a diario. Más aún: las drogas son consustanciales al ser humano; desde el comienzo de los tiempos las hemos utilizado y hasta que desaparezcamos como especie lo seguiremos haciendo. Esto que estamos contando no nos lo estamos inventando nosotros, sino que es una simple descripción de la realidad y un uso correcto de las palabras; no así la constante insistencia de los gobernantes y los medios de comunicación en identificar a las drogas con el mal absoluto, con el mismo diablo. Y lo malo es que lo han conseguido, aunque estoy seguro de que el lector inteligente no se ha dejado convencer, ¿verdad?
“Pero lo cierto es que unas drogas están prohibidas y otras no, y eso debe ser por algo”, replicará algún legalista defensor del sistema vigente. Y explicaremos a este amigo un tanto ingenuo que el hecho de que unas drogas estén prohibidas y otras no lo estén no tiene ninguna relación real con su potencia, ni con su bondad o maldad, ya que en las farmacias podemos encontrar sustancias mucho más perjudiciales que otras prohibidas; y que los médicos suelen recetar drogas mucho más fuertes y con más posibles efectos adversos que la mayoría de las sustancias ilegales (no hace falta sino consultar el vademécum médico para comprobar esto). En realidad –esa realidad social que los estados intentan controlar al máximo–, lo que determina que una sustancia esté prohibida, o que no lo esté, no son sus posibles efectos perjudiciales, sino la decisión de los legisladores, a su vez condicionada por intereses económicos, la fuerte influencia de ciertos gremios (como el médico y el farmacéutico) y los prejuicios culturales: el vino se permite en la cultura occidental cristiana, e incluso se considera la sangre de Cristo, mientras que lo prohíbe el Islam; éste, en cambio, siempre ha hecho un uso abundante del cáñamo y sus derivados, mientras que aquí se llama ‘drogotas’ a sus consumidores. De nuevo, es suficiente echar un vistazo detallado a la historia de comienzos del siglo XX para entender lo que decimos. A propósito, por si acaso el lector no lo sabía, excepto contadas excepciones, ninguna sustancia estuvo prohibida antes de esa fecha. Sólo al llegar el siglo XX, y coincidiendo con el desarrollo de las multinacionales farmacéuticas, comenzaron a prohibirse determinadas drogas, cuyo número fue después creciendo hasta llegar a la situación actual, en que la mayoría de la población, ignorante de la historia, cree que el estado normal de la humanidad es el propio de la prohibición; cuando en realidad es al revés, y se trata de una anomalía histórica que sin duda nuestros descendientes estudiarán con curiosidad, sabrán con todo detalle por qué sucedió y se preguntarán como pudieron sus antepasados cometer ese grave error.
Y se pregunta este inocente escritor: “¿No será que los mismos que prohibieron el libre consumo de sustancias psicoactivas fueron los causantes, voluntaria o involuntariamente, de todos los inconvenientes asociados con ellas?”. La respuesta es afirmativa: el llamado ‘problema de la droga’ fue originado por su prohibición, lo cual queda demostrado por los hechos anteriores y posteriores. Frente a la falta de incidencias a lo largo de toda nuestra historia, el siglo XX y lo poco que llevamos de siglo XXI han visto aparecer todo tipo de cuestiones legales, vitales, médicas y éticas relacionadas con los compuestos psicoactivos. Además, aun cuando el lector no comparta mi punto de vista, no creo que pueda indicarme muchos éxitos del prohibicionismo –sino todo lo contrario, como ya hemos dicho–, por lo que incluso a efectos prácticos la persecución de la producción, el consumo y la posesión es contraproducente.
El ser humano, desde que es tal, y durante milenios, ha tomado todo tipo de sustancias –guiado por la sabiduría popular, transmitida oralmente, y por el sentido común–, y nunca antes del siglo XX aparecieron problemas sociales. Las drogas −en sentido amplio, el correcto, no el manipulado− son algo tan normal como la comida, y de hecho la naturaleza nos las ofrece en forma vegetal: cannabis, opio, hoja de coca… ¿Qué pensaríamos si el eslogan de una campaña dijera “alimentos no”? Nos reiríamos o creeríamos que es obra de un loco. Pues bien, lo mismo sucede con las proclamas de “drogas no”: son obra de irresponsables, de personas que nos quieren negar los innumerables recursos que nos proporcionan la naturaleza y la química.
El consumo de psicoactivos es tan antiguo como el hombre, y seguramente se trate de un hecho consustancial nuestro, a pesar de que durante estos últimos cien años hayan intentado hacernos creer lo contrario. Sin enredarnos en argumentaciones, baste señalar el dato, el hecho demostrado –que no la opinión– de que tantas décadas de restricciones, sanciones y penas de cárcel a la producción y el comercio, así como de amenazas al consumidor, sólo han servido para empeorar un asunto que antes era insignificante y que se consideraba una cuestión privada. En la actualidad, después de décadas de prohibicionismo, la situación en este sentido es mucho peor que la existente cuando no existía este tipo de trabas; para comprobarlo se podrían estudiar los registros sanitarios, pero no se necesita ni eso, ya que sabemos que antes de la prohibición nunca existieron colectivos marginales vinculados a ningún consumo, mientras que después sí, generados por esas absurdas medidas. La prohibición creó el llamado ‘problema de la droga’, y no nació para solucionarlo, puesto que antes de ella simplemente no existía, como hemos dicho. Intentar hacernos creer que nos limitan el acceso a ciertas sustancias para defendernos de malvadas organizaciones que pretenden envenenarnos, cuando lo que realmente han hecho es dificultar la obtención de las drogas que escapan a su control, mientras permiten e incluso fomentan el consumo de otras más perjudiciales, como el alcohol y el tabaco, que son –de forma directa e indirecta– responsables de un número de problemas de salud y de muertes inmensamente superior al de todas las drogas prohibidas juntas. Si de verdad se preocupan tanto por nosotros –y por eso nos quitan de la vista todo lo que ellos afirman que es perjudicial– ¿por qué no retiran de la circulación el tabaco y el alcohol, mucho más nocivos en todos los sentidos, y en cambio son cada vez mayores las sanciones por consumo de algo tan poco peligroso como el cannabis? La respuesta la conoce el lector: por intereses económicos y por prejuicios morales.
Por otra parte, ¿quiénes son los gobernantes para decirme lo que yo puedo tomar o no? Independientemente de la opinión que se tenga, es indudable que cada individuo es el único dueño de sí mismo –una afirmación autoevidente que sólo puede negarse desde ciertos integrismos que conocemos muy bien–,  y ni el estado ni la religión son nadie para indicarme lo que puedo o debo introducir en mi cuerpo, mientras no dañe a un tercero. ¿O sí? ¿Qué espíritu democrático es ese, seres intolerantes y repletos de prejuicios?
A pesar del tan cacareado progreso en la libertad y los derechos humanos, lo cierto es que, en lo relativo a las sustancias psicoactivas, el estado se ha auto-otorgado el derecho a decidir en la vida privada de los ciudadanos, lo cual ha significado un claro recorte en las libertades individuales. Debido a ello, en este ámbito específico hemos retrocedido en comparación con cómo nos encontrábamos hace un siglo, cuando en las droguerías –los establecimientos donde se vendían drogas– se podían adquirir, a un precio realmente bajo, cocaína, heroína, morfina, hachís, etc.; y el grueso de la ciudadanía, al considerar a estas sustancias productos normales de la vida cotidiana, hacía de ellas un uso moderado y prudente. Si pensamos bien en ello y lo comparamos con las condiciones actuales, con todas sus restricciones y la actitud de muchos –con mentes manipuladas por la propaganda de los estados, a su vez transmitida por los medios de comunicación con intereses en este asunto–, para quienes la palabra ‘droga’ es peyorativa en sí misma, nos daremos cuenta de que estamos más atrasados que nuestros tatarabuelos.
Deciden por nosotros, nos prohíben tomar lo que la naturaleza y la química ponen a nuestro alcance. Y por si fuera poco, ponen trabas a la información veraz y objetiva, a la vez que fomentan la que rebaja al consumidor al nivel de un niño a quien hay que prohibir, regañar y cuidar (la postura de las entidades que dicen ser terapéuticas) y la que sólo muestra en sus medios informativos a los consumidores marginales y los narcotraficantes (los reportajes del autodenominado ‘periodismo de investigación’ y el enfoque de los mass media en general, que no es más que sensacionalismo barato). Son los mismos que ignoran la gran cantidad de personas normales, con trabajo y familia –además de honrados contribuyentes–, que de vez en cuando toman alguna sustancia haciendo uso de su innegable derecho a darse un pequeño premio en forma de viaje psíquico o de estado de lúcida tranquilidad; por no hablar de todos los intelectuales, pensadores, escritores, músicos y otros individuos creativos que potencian sus facultades gracias al uso de drogas (el opio de Goya, las anfetaminas de Sánchez Ferlosio, la heroína de Burroughs, la mescalina de Huxley, la LSD y otros psiquedélicos de tantos cantantes, y todas las sustancias creadas por Shulgin, quien las experimentó en sí mismo antes de describirlas en sus artículos y libros, y posteriormente siguió disfrutando de muchas de ellas). Frente a esta información deliberadamente tendenciosa, lo ideal sería ofrecer información verídica, sobre todo a los jóvenes, opuesta a la prohibición y con el objetivo de evitar los excesos y mantenerse en el justo medio, que es donde reside la virtud, como ya sabían los griegos. Pero no: los gobernantes, los funcionarios que viven del tinglado anti-droga y los medios de comunicación a su servicio, deseosos de vender llamativos titulares, no pueden dejar escapar la gallina de los huevos de oro.
No podemos pasar por alto que este asunto constituye además un buen chivo expiatorio al que achacar los males de la sociedad, y simultáneamente un estupendo pretexto para justificar todo tipo de leyes represivas, control policial y entrometimiento en la vida privada de los ciudadanos. Antes fue la Ley Corcuera de la patada en la puerta, y ahora es la Ley Fernández Díaz o ley mordaza. ¿Dónde quedan las proclamas que tanto nos han vendido, esos preceptos inviolables de la libertad individual contra todo tipo de totalitarismo, contra los intentos de inmiscuirse en la vida y la conciencia de los ciudadanos, uno de los supuestos pilares tanto del liberalismo como de la socialdemocracia? Bien estamos comprobando en nuestras propias carnes que los intereses económicos y el control social están por encima de las convicciones ideológicas: el dinero manda y no importa contradecirse; ya vendrán luego a echar una mano la propaganda –explícita, implícita o subliminal– y los científicos drogabusólogos, un numeroso colectivo de barrigas agradecidas.
No obstante, a los prohibicionistas aún les queda un recurso contra esta crítica demoledora que les estamos lanzando; cuentan con un argumento muy poderoso: las drogas legales, los medicamentos, no presentan potencial de abuso, no originan extrañas sensaciones internas que incitan a consumirlas compulsivamente, cosa que sí ocurre con las drogas prohibidas. Pero se trata de otro argumento fácil de rebatir: dejando a un lado que no son tantas las sustancias ilegales que pueden generar dependencia física (los opiáceos y posiblemente la ketamina, aunque las diferencias entre dependencia física y dependencia psicológica son discutibles), muchos medicamentos o drogas legales también se toman de forma compulsiva y generan más problemas sanitarios que las prohibidas, como sucede con los tranquilizantes benzodiazepínicos, con una larga lista de efectos secundarios que puede leerse en cualquier prospecto y que sufren los que se hacen dependientes a ellos, cuyo número va en aumento y se nota en las personas a las que el médico de cabecera despacha rápidamente con una receta de Valium®, Tranxilium®, Orfidal® o Trankimazín®, en cuanto detecta que no padecen ningún mal orgánico y que su problema es psicosomático, con lo que el sistema sanitario induce al paciente a convertirse en drogadicto. Por otra parte, el alcohol es igual de adictivo que cualquiera de las sustancias ilegales que producen dependencia física, y su síndrome de abstinencia es el peor de todos los existentes, con delirium tremens, graves complicaciones y posible muerte del paciente, algo que no sucede con la heroína, a pesar de toda la mala prensa que tiene. Los defensores del prohibicionismo aún añadirán que las benzodiacepinas, el tabaco y el alcohol son legales y no producen las extrañas sensaciones de euforia de las drogas ilegales. Y aquí el círculo se ha cerrado definitivamente: resulta entonces que es nocivo lo ilegal, como si la legislación de una sustancia pudiera influir sobre sus propiedades farmacológicas, que es lo que sucede actualmente: en primer lugar, el legislador decide qué se permite y qué no, y de ahí se derivan sus propiedades (beneficiosas o perjudiciales), cuando lo correcto sería partir de los efectos de cada sustancia −es decir, empezar por lo farmacológico− y extraer después las consecuencias, punto que no se cumple porque no interesa a los gobernantes prohibicionistas. En cuanto a que las drogas prohibidas generen sensaciones extrañas en sus usuarios, es algo que concierne sólo al consumidor, siempre que no perjudique a nadie más, una cuestión sobre la que cada individuo debe decidir. El problema de fondo es que nuestra sociedad cristiana (lo queramos o no, el cristianismo es uno de los pilares de nuestra civilización) ve con malos ojos que alguien tome algo para sentir placer, evadirse o acceder a un tipo de conocimiento distinto, porque son propósitos incompatibles con la austeridad y la dedicación a la familia y al trabajo que deben llevar los fieles, quienes ya encontrarán su recompensa en la otra vida. De ahí nace el deseo de entrometerse en la vida privada y considerar fuera de su normalidad a quienes toman psicoactivos. Frente a esto, y como personas libres que somos, deberíamos poder elegir lo que mejor queramos para nosotros mismos, siempre que no dañemos a nadie. Podemos exigir nuestro derecho inalienable a consumir lo que deseemos, a hacer con nuestros cuerpos y nuestra vida lo que nos venga en gana, reivindicaciones que sólo pueden negarse desde posiciones fundamentalistas, ya sean religiosas, éticas o políticas.
Los antiprohibicionistas sabemos que tenemos la razón, y los más inteligentes del bando contrario también lo saben, aunque por supuesto lo callan haciendo gala de su hipocresía; y aunque en el campo de los argumentos la guerra está ganada, nos encontramos muy lejos de vencer en el mundo real, dado que el enemigo es fuerte, muy fuerte. ¿Por qué no ceja en su empeño? Porque, por un lado, existen presiones de grandes empresas a las que perjudicaría la libre circulación de drogas (tabaqueras, alcoholeras, farmacéuticas). Por otro, peligraría la posición de quienes viven del tinglado anti-droga que ya hemos descrito. Y no es menos importante que al estado no le interesa que elijamos la forma de curación, diversión, autoconocimiento o experimentación que deseemos, sino que le resulta más útil tener buenos ciudadanos que cumplan con su trabajo y obligaciones, que no cuestionen el orden social establecido y que utilicen las drogas que ofrecen las multinacionales farmacéuticas; o bien que acudan a los gurúes oficiales (psiquiatras y psicoterapeutas), quienes devolverán al redil a las ovejas descarriadas mediante las drogas legales (rebautizadas con el nombre de ‘medicamentos’ o ‘psicofármacos’) y sus terapias, que generan en los desviados conformismo, adaptación al entorno y aceptación del sistema.
Y ahora nos atrevemos a dar un paso más: si sabemos que no tienen razón, ¿por qué siguen ganando la batalla en el plano de la realidad?, ¿por qué sigue vigente la prohibición? Si sólo defendieran el prohibicionismo los pocos que se benefician −los empresarios con intereses en el sector, los gobernantes, los guardianes a su servicio, los pseudocientíficos y los funcionarios que viven del tinglado−, serían muy pocos. Lo malo −y aquí está la solución al enigma− es que el ciudadano medio, llevado por el miedo y la ignorancia, sigue creyendo su propaganda disfrazada de información objetiva. Lo queramos o no, el servilismo, la ignorancia y el deseo de llevar una vida cómoda, sin complicaciones, es lo que mueve a la mayoría de personas, y es lo que legitima y hace posible las sinrazones de nuestros gobernantes, tanto en este asunto como en otros parecidas. Como suele suceder en estos casos, lo que falta es cultura y sentido crítico. Cuando alguien está bien documentado puede elegir libremente, pero no antes. La actitud contraria, la predominante, absorbida por las mentes de la mayoría, consiste en criticar y censurar sin antes conocer, aceptando los estereotipos que nos inculcan los dirigentes y quienes están a su lado. Por esa razón hay tantos ciudadanos partidarios de la prohibición, cuando un poco de cultura y pensamiento lógico les bastaría para darse cuenta de que están traicionando sus propios intereses. Para tomar decisiones acertadas en todos los asuntos de la vida, y en especial en cuestiones tan complicadas como ésta, hay que estar bien informado y no dejarse llevar por demagogos, charlatanes, rumores de la calle y medios de comunicación manipulados.
Por último, ¿queda algún argumento racional para defender la prohibición del consumo de todo aquello que queramos, dejando a un lado posturas dogmáticas, interesadas, prejuicios sin fundamento y posiciones mediatizadas por malas experiencias propias o de algún familiar? Por cierto, lamentamos si algún lector tiene o ha tenido algún caso de adicción en su familia; por todo lo expuesto, ya sabe quiénes son los responsables: las autoridades que prohibieron la sustancia, que la convirtieron en ilegal, y con ello más atractiva a los ojos de los jóvenes –siempre dispuestas a romper los tabúes–, y que coartaron la información objetiva sobre ella, lo cual impidió a su familiar conocer las dosis recomendadas; y también porque, debido a la prohibición, tuvo que obtenerla en el mercado negro, lo cual siempre conlleva que no sea pura, sino que esté llena de adulterantes, normalmente más peligrosos que la misma sustancia.
Reiteramos la pregunta: ¿queda algún argumento racional para defender el prohibicionismo? Con seguridad, no; ni tampoco para la organización de esas inútiles campañas anti-droga, simple escaparate para que instituciones, organismos oficiales y dirigentes políticos mejoren su imagen, y con las que la ciudadanía es engañada y manipulada al creer que las autoridades se preocupan por su salud. ¿Hay en ellas algo más que la hipocresía de unos y la ingenuidad de otros? Prefiero no contestar la pregunta y dejarla en el aire, para mayor reflexión del lector. De momento, quien esto suscribe se despide hasta el próximo artículo
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lunes, 2 de febrero de 2015

PIHKAL- Introducción

PIHKAL
(Autores: Alexander y Ann Shulgin – Traductor al español: J. C. Ruiz Franco)


 INTRODUCCIÓN


La filosofía subyacente a la redacción de PIHKAL
Soy farmacólogo y químico. He pasado la mayor parte de mi vida adulta investigando la acción de las drogas; cómo se descubren, qué son, qué hacen, de qué forma pueden ser útiles (o perjudiciales). Pero mis intereses se apartan un poco de la corriente convencional de la farmacología y se mueven en un ámbito que considero mucho más fascinante y gratificante, el de las drogas psiquedélicas. La mejor forma de definir las sustancias psiquedélicas podría ser como unos compuestos no adictivos físicamente que modifican temporalmente el estado de nuestra consciencia.
La opinión más común en este país es que hay drogas que son legales y que, o bien son relativamente seguras o al menos tienen riesgos aceptables; y que hay otras drogas que son ilegales y que no disponen de ninguna aplicación legítima en nuestra sociedad, en modo alguno. Aunque esta opinión es ampliamente aceptada y se difunde con gran fuerza, sinceramente creo que es errónea. Se trata de un esfuerzo por mostrar las cosas de color blanco o negro, cuando en realidad, en este ámbito, como sucede en la mayor parte de la vida real, la verdad es de color gris.
Ruego al lector que me deje explicar las razones de esta tesis mía.
Toda droga, legal o ilegal, proporciona algún tipo de recompensa. Todas las drogas incluyen algún riesgo. Y todas las drogas pueden ser objeto de abuso. En mi opinión, en última instancia, corresponde a cada uno de nosotros sopesar los beneficios, por un lado, y los riesgos, por otro, y decidir qué lado de la balanza pesa más. El conjunto de las recompensas cubre un amplio espectro. Incluyen cosas como la curación de las enfermedades, el alivio del dolor físico o emocional, la embriaguez y la relajación. Ciertas drogas –las conocidas como sustancias psiquedélicas– permiten un mejor conocimiento personal, además de la expansión de los horizontes mentales y emocionales de la persona.
Los riesgos son igualmente variados, y van desde el daño fisiológico hasta los trastornos psicológicos, la dependencia y el incumplimiento de las leyes sociales. Del mismo modo que existen diferentes tipos de recompensa para distintas personas, existen también diversas clases de riesgos. Una persona adulta debe tomar sus propias decisiones en lo relativo a exponerse, o no, a una droga específica, independientemente de que esté disponible con receta médica o de que esté prohibida por la ley, evaluando los posibles beneficios e inconvenientes a partir de sus propios recursos y valores morales. Y es precisamente debido a esto por lo que estar bien informado desempeña una función indispensable. Mi filosofía puede resumirse en tan sólo cuatro palabras: “Infórmate y después elige”.
Yo, personalmente, he decidido que algunas drogas tienen un valor suficiente como para que tomarlas compense sus riesgos; a otras, en cambio, no las considero suficientemente valiosas. Por ejemplo, bebo una moderada cantidad de alcohol, normalmente en forma de vino, y –por el momento– los análisis de mi función hepática son completamente normales. No fumo tabaco. Fumaba, y lo hacía en exceso, pero posteriormente logré dejarlo. No fueron los riesgos para la salud los que me indujeron a ello, sino más bien el hecho de que me había convertido en una persona completamente dependiente del tabaco. Eso era, desde mi punto de vista, un claro ejemplo de un precio inaceptablemente alto que tenía que pagar.
Cada una de las decisiones de ese tipo son asunto mío, basándome en lo que sé sobre esa droga y en lo que sé sobre mí mismo.
De entre las drogas que son ilegales actualmente, he decidido no consumir marihuana, ya que considero que ese tipo de embriaguez –que consiste en sentir cierta ligereza mental y en una alteración de la consciencia de carácter benigno, sin consecuencias negativas en el ámbito fisiológico– no me compensa lo suficiente por la incómoda sensación de estar perdiendo el tiempo.
He probado la heroína. Esta droga, sin duda, constituye actualmente uno de los mayores problemas de nuestra sociedad. A mí me genera un estado de paz acompañado de sueños, sin sensaciones molestas, estrés o preocupaciones. Pero al mismo tiempo noto una falta de motivación, un descenso del nivel de alerta y en el deseo subjetivo de hacer mis tareas. No es el miedo a la adicción lo que me lleva a rechazar la heroína; se trata del hecho de, que bajo su influencia, nada parece ser suficientemente importante para mí
.
También he probado la cocaína. Esta droga, especialmente en su conocida presentación llamada “crack”, es un tema muy importante en nuestros días. Para mí, la cocaína es como un fuerte empujón, un estimulante que me ofrece una sensación de poder y de que lo tengo completamente alojado dentro de mí, que me encuentro sentado en lo más alto del mundo. Pero tengo también, a la vez, el inevitable conocimiento subyacente de que eso no es un poder real, de que realmente no estoy en lo más alto del mundo, y de que, cuando los efectos de la droga se hayan disipado, no habré ganado nada. Tengo una extraña sensación de estar viviendo una situación falsa. No tiene lugar una introspección que aporte conocimiento. No se aprende nada. De una forma un tanto peculiar, considero a la cocaína una droga de evasión, más aún que a la heroína. Con cualquiera de ellas te alejas de quien eres, o –más importante aún– de quien no eres. En cualquier caso, te libras, durante un período breve de tiempo, de la propia conciencia de tus problemas. Sinceramente, yo preferiría tratar los míos, en lugar de escapar de ellos; así se obtiene más satisfacción, en última instancia.
Con las drogas psiquedélicas, en mi opinión, creo que los leves riesgos que conllevan (alguna experiencia difícil, de vez en cuando, o quizás algún malestar corporal) se ven equilibrados de sobra por la posibilidad de aprender. Y ésa es la razón por la que he decidido elegir este ámbito específico, dentro de la farmacología.
¿Qué quiero decir cuando hablo del potencial de aprender? Se trata de una posibilidad, no de una certeza. Puedo aprender, pero no estoy obligado a hacerlo; puedo conseguir nuevas ideas sobre posibles procedimientos para mejorar mi calidad de vida, pero sólo gracias a mi propio esfuerzo llegarán los cambios deseados.
Permítame el lector intentar aclarar algunas de las razones por las que considero a la experiencia psiquedélica un tesoro personal.
Estoy totalmente convencido de que existe un compendio de información que se ha desarrollado dentro de nosotros, que llega a ser tan extenso como una cantidad consistente en muchos kilómetros de conocimiento intuitivo perfectamente comprimidos dentro del material genético de cada una de nuestra células. Sería algo parecido a una biblioteca que contiene un número prácticamente infinito de libros de referencia, pero sin que conozcamos un modo de acceder a ella. Y al no disponer de ningún procedimiento de entrada, no hay forma de tener ni siquiera una ligera idea inicial sobre la cantidad y la calidad de lo que hay allí dentro. Las drogas psiquedélicas permiten la exploración del mundo interno, así como el surgimiento de ideas que nos informen sobre su naturaleza.
Nuestra generación es la primera, en toda la historia, en haber convertido el autoconocimiento en un crimen, cuando se alcanza mediante el uso de plantas o compuestos químicos como métodos para abrir las puertas de la psique. Pero esa necesidad de conocer qué hay allí dentro siempre está presente, y aumenta en intensidad a medida que envejecemos.
Un día cualquiera, cuando miras a la cara a un nieto recién nacido, detectas que te has puesto a pensar que su nacimiento pone de manifiesto la continua y rica complejidad de la esencia del tiempo, que fluye desde el pasado hacia el futuro. Te das cuenta de que la vida se expresa continuamente de distintas maneras y con diferentes identidades, pero que, sea lo que fuere aquello que da forma a cada nueva expresión, que la hace posible, no cambia nada en absoluto.
“¿De dónde procede su alma, que es única de su ser?”, te preguntas. “¿Y adónde se dirige mi alma, la que me da la esencia a mí? ¿Hay realmente algo ahí fuera, que se manifiesta después de la muerte? ¿Hay un propósito subyacente a toda la realidad que percibimos? ¿Existen un orden y una estructura omnipresentes que permiten dar sentido a todo, o tal vez sería consciente de ello si pudiera ver esas entidades ocultas?”. Sientes la necesidad de preguntar, de investigar, de utilizar el poco tiempo que tal vez tengas, en vistas a la búsqueda de procedimientos para atar todos los cabos sueltos, para comprender lo que exige ser comprendido.
Ésta es la búsqueda que ha formado parte de la vida humana, desde el primer momento en que tuvo conciencia. El conocimiento de su propia mortalidad –un conocimiento que le hace ser distinto de sus compañeros, los demás animales– es lo que da al ser humano el derecho, el permiso, para explorar la naturaleza de sus propios alma y espíritu, con el objetivo de descubrir todo lo que pueda sobre los componentes de la psique humana.
Cada uno de nosotros, en algún momento de nuestra vida, nos sentiremos como si fuéramos extraños, en el extraño ámbito de nuestra propia existencia, y entonces necesitaremos respuestas a las preguntas que surgen de lo más profundo de nuestra alma y que nunca se acallarán.
.Tanto las preguntas como sus respuestas tienen el mismo origen: uno mismo.
Esta fuente, esta parte de nosotros, ha recibido muchas denominaciones a lo largo de la historia del ser humano, y la más reciente ha sido llamarla “el inconsciente”. Los freudianos desconfían de ella y los jungianos se sienten embelesados por ella. Es la parte de nuestro interior que mantiene la vigilancia cuando nuestra mente consciente no lo hace, que nos da una idea de qué hacer si surge una crisis, cuando no hay tiempo disponible para el razonamiento lógico, ni para tomar decisiones conforme a él. Es un lugar donde podemos encontrar ángeles y demonios, y cualquier otra cosa intermedia entre esos dos extremos.
Ésta es una de las razones por las que considero tesoros a las drogas psiquedélicas. Tienen la capacidad de proporcionar acceso a las partes de nosotros que disponen de las respuestas. Pueden hacerlo, pero, de nuevo, no tienen por qué hacerlo y probablemente no lo hagan, a menos que posibilitar ese acceso sea el verdadero propósito por el que se utilizan.
De cada uno depende utilizar estas herramientas bien y de manera adecuada. Una droga psiquedélica podría compararse a la televisión. Puede ser muy reveladora, muy instructiva y –con un extremo cuidado en la selección de los canales– podríamos lograr los medios para llegar a poseer un conocimiento extraordinario. Sin embargo, para mucha gente, las drogas psiquedélicas son simplemente otra forma de diversión; no buscan nada profundo, y de ese modo –normalmente– no experimentan nada profundo.
El potencial de las drogas psiquedélicas para proporcionar acceso al universo interior es –creo yo– su característica más valiosa.
Desde los primeros tiempos del ser humano sobre la Tierra, hemos buscado y utilizado plantas específicas que han servido para modificar la forma en que interactuamos con el mundo y en que nos comunicamos con los dioses y con nosotros mismos. En cada cultura, ha habido cierto porcentaje de la población –normalmente los chamanes, curanderos, hombres-medicina– que ha utilizado tal o cual planta para conseguir una transformación de su estado de conciencia. Estas personas han utilizado los estados alterados de consciencia a fin de mejorar su propia capacidad para diagnosticar y para permitirles recurrir a las energías curativas que intentan encontrar en el mundo de los espíritus. Los líderes de las tribus (las familias de los dirigentes, en civilizaciones posteriores) seguramente utilizaban las plantas psicoactivas para aumentar su capacidad de introspección y la sabiduría necesaria para gobernar, o tal vez simplemente para solicitar la ayuda de los poderes destructivos como aliados en las guerras en las que tendrían que luchar.
Se han descubierto muchas plantas para cubrir las necesidades humanas. A la humanidad siempre la ha acompañado el dolor no deseado. Igual que en la actualidad existen usuarios de heroína (o de fentanilo o meperidina), muchos siglos antes esta función analgésica la desempeñó el opio en el Viejo Mundo y la datura en el Nuevo Mundo, la mandrágora en Europa y norte de África, por nombrar algunas sustancias. Muchos individuos han utilizado esta forma de acabar con el dolor (físico y psíquico), lo cual incluye evadirse hacia un mundo de sueños. Y, aunque estas herramientas han tenido muchos usuarios, parece que sólo una minoría ha abusado de ellas. Históricamente, todas las culturas han incluido positivamente estas plantas en su vida diaria, y de ellas han obtenido más beneficios que problemas. En nuestra sociedad hemos aprendido a acabar con el dolor físico y a aliviar la ansiedad con el uso médico de ciertas drogas que se han desarrollado imitando a los alcaloides de las plantas sobre las que estamos hablando.
También ha estado siempre presente en la humanidad la necesidad de encontrar fuentes de energía adicional. Y, del mismo modo que nosotros tenemos usuarios de cafeína o de cocaína, durante siglos las fuentes naturales han sido el mate o la planta de la coca en el Nuevo Mundo, el kat en Asia Menor, la kola en el norte de África, el kava-kava y el betel en el Extremo Oriente, y la efedra en todas las partes del mundo. De nuevo, muchos tipos de personas –el campesino, inclinado bajo un enorme haz de leña que lleva a la espalda, caminando durante horas por el camino de una montaña; el médico que debe trabajar en el servicio de urgencias durante dos días sin dormir; el soldado que se encuentra bajo fuego en el frente de batalla y que no puede permitirse descansar– han buscado la fuerza y el empuje que conlleva la estimulación. Y, como siempre, ha habido sólo unos pocos que han decidido abusar de estas sustancias.
Además, existe la necesidad de explorar el mundo que se encuentra justo más allá de los límites inmediatos de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento; eso también ha acompañado a la humanidad desde sus inicios. Pero, en este caso, nuestra sociedad norteamericana, no originaria de esta tierra, no ha dado su visto bueno a las plantas, las sustancias químicas que abren nuestra capacidad de percibir y sentir. Otras civilizaciones, durante muchos cientos de años, han utilizado el peyote y los hongos que contienen psilocibina, así como la ayahuasca, la cohoba y el yagé del Nuevo Mundo, la harmala, el cannabis y el soma del Viejo Mundo, y la iboga de África, en esta búsqueda en el interior del inconsciente humano. Sin embargo, el gremio médico de nuestro tiempo, en términos generales, nunca ha reconocido estas herramientas para el conocimiento interno o para hacer psicoterapia, y normalmente se han seguido considerando inaceptables. En el mismo núcleo del establecimiento del equilibrio de poder entre quienes nos curan y quienes nos gobiernan, se ha llegado al acuerdo de que la posesión y el uso de estas notables plantas constituyan un delito. Y que el uso de cualquier compuesto químico que se desarrolle para imitar la acción de estas plantas, aunque puedan suponer una mayor seguridad y un efecto más consistente, también sea un delito.
Somos una gran nación, con uno de los mejores niveles de vida conocidos en toda la historia. Nos sentimos orgullosos de una extraordinaria Constitución que nos protege de las formas de gobierno tiránicas que han conllevado la destrucción de países de menor relevancia mundial que el nuestro. Contamos con el privilegio de haber heredado la ley inglesa, que presupone que somos inocentes y que nos asegura nuestra privacidad personal. Uno de los principales puntos fuertes de nuestro país ha consistido en un común respeto por el individuo. Todos y cada uno de nosotros es libre –o así hemos creído siempre– para seguir cualquier camino religioso o espiritual que elija; libre para investigar, explorar, buscar información e intentar encontrar la verdad, y sin importar lo que desee, siempre que asuma completa responsabilidad por sus actos y sus efectos en otros.
¿Cómo es posible entonces que los líderes de nuestra sociedad hayan decidido emprender el intento de eliminar este método tan importante de aprendizaje y autoconocimiento, este medio que se ha utilizado, respetado y honrado durante miles de años, en todas las culturas humanas de las que conservamos algún dato? ¿Por qué, por ejemplo el peyote, que ha servido durante siglos como procedimiento con el cual una persona podía abrir su alma a una experiencia con su dios, ha sido clasificado por nuestros gobiernos como una sustancia perteneciente a la Lista I, junto con la heroína y el PCP? ¿Es esta forma de condena legal el resultado de la ignorancia, de la presión de las religiones organizadas, o bien un deseo cada vez mayor de obligar a la población a expresar su conformidad con lo establecido? Parte de la respuesta puede consistir en una creciente tendencia, en nuestra cultura, tanto al paternalismo como al etnocentrismo.
“Paternalismo” es el nombre que se da a un sistema en el que las autoridades satisfacen nuestras necesidades, y –a cambio de ellas– les permitimos que dirijan nuestra conducta, tanto pública como privada. El etnocentrismo consiste en una estrechez de miras, una unificación social mediante la aceptación de un código ético único, la limitación de los intereses y de las formas de experiencia a las ya establecidas como tradicionales.
Sin embargo, los prejuicios contra el uso de plantas y drogas que expanden la conciencia nacen principalmente de la intolerancia racial y de la acumulación de poder político. En los últimos años del siglo XIX, cuando el ferrocarril que une el país de costa a costa se había terminado de construir y ya no se necesitaba a los trabajadores chinos, se les fue considerando progresivamente infrahumanos y no civilizados; tenían la piel amarilla, los ojos oblicuos, y eran peligrosos extranjeros que frecuentaban los antros donde se fumaba opio.
Al peyote se le describió, en varias publicaciones de finales del siglo XIX, como la causa de asesinatos, tumultos y locura entre los perezosos indios americanos. La Agencia para Asuntos Indios decidió acabar con el uso del peyote (que continuamente confundía con el mescal o con el frijolito, en sus publicaciones), y una de las presiones más constantes, subyacentes a estos intentos, se ve claramente en esta cita parcial de una carta escrita por el reverendo B. V. Gassaway, a la citada agencia: “…El Sabbath es el principal día para nuestros servicios de rezo, y si los indios se embriagan antes con mescal (peyote), no podrán beneficiarse de la Palabra de Dios”.
Sólo con un tremendo esfuerzo y determinación por parte de muchas personas de los estados agricultores del sur, el uso del peyote se siguió permitiendo como sacramento en la lglesia Nativa Americana. Actualmente, como probablemente sabrá el lector, existe un renovado esfuerzo por parte de nuestro gobierno para eliminar el uso religioso del peyote por parte de nuestros americanos nativos.
En la década de los treinta se intentó deportar a los trabajadores mexicanos de los estados agrícolas del sur, y de nuevo se quisieron despertar los prejuicios raciales por los que a los mexicanos se les consideraba vagos, sucios y consumidores de esa peligrosa sustancia llamada “marihuana”. La intolerancia hacia los ciudadanos de piel negra se estimuló y apoyó con historias que narraban el consumo de marihuana y heroína entre los músicos negros. Debemos hacer notar que nadie insistió en ese uso de drogas por parte de los ciudadanos negros hasta que su nueva música, que ellos mismos llamaron jazz, empezó a atraer la atención de los blancos –al principio sólo dueños de clubes nocturnos, de raza blanca–, y también en ese momento comenzaron los primeros intentos de difundir las humillaciones e injusticias sufridas por los ciudadanos estadounidenses de piel negra.
Nosotros, en este país, somos conscientes y nos avergonzamos de nuestro pasado mal trato a los derechos de varias minorías étnicas, pero somos menos conscientes acerca del modo en que se ha manipulado la opinión pública en relación con ciertas drogas. Se crearon nuevos cargos con gran poder político y, gracias a ello, miles de nuevos puestos de empleo, sobre la base de la supuesta amenaza a la salud pública y a la seguridad ciudadana por parte de plantas y drogas cuya única función era alterar la percepción, abrir el camino a la exploración de la parte inconsciente de la mente, y –para muchos–, permitir una experiencia directa de lo numinoso.
Los años sesenta, sin duda, dieron un fuerte impulso a las sustancias psiquedélicas. Estas drogas se utilizaban como parte fundamental de una rebelión masiva contra la autoridad del gobierno y contra una guerra, la del Vietnam, que se consideraba inmoral e innecesaria. Asimismo, también hubo muchas personas que, de forma directa y desde la autoridad que representaban, afirmaron que se necesitaba un nuevo tipo de espiritualidad, y que animaban al consumo de psiquedélicos para establecer contacto directo con el dios de cada uno, sin la intervención de sacerdotes, ministros ni rabinos.
Los testimonios de psiquiatras, escritores y filósofos, además de muchos miembros de las distintas jerarquías eclesiásticas, que eran conscientes de lo que estaba sucediendo, defendían el estudio e investigación del efecto de los psiquedélicos, y de lo que ellos podrían revelar sobre la naturaleza y el funcionamiento de la mente y el alma humanas. Se les ignoró en medio del clamor popular contra el flagrante abuso y mal uso, de los cuales aparentemente existían pruebas abundantes y evidentes. El gobierno y la Iglesia decidieron que las drogas psiquedélicas eran peligrosas para la sociedad y, con la ayuda de la prensa, consiguieron convencer de que se trataba de un claro camino hacia el caos social y el desastre espiritual.
Lo que estaba implícito en todas las acciones que se emprendieron fue la ley más antigua de todas: “No podrás oponerte, ni dejar en evidencia a los que ostenten el poder, sin ser castigado”.
He explicado algunas de mis razones para afirmar que las drogas psiquedélicas son tesoros. Hay otras, y muchas de ellas aparecerán a lo largo de la historia que vamos a contar. Está, por ejemplo, el efecto que ejercen en mi percepción de los colores, que es totalmente digna de tener en cuenta. Asimismo, está la profundización de mi conocimiento emocional con otra persona, que puede llegar a ser una experiencia muy hermosa, con un erotismo de una intensidad sublime. Disfruto enormemente de la potenciación de los sentidos del tacto, el olfato y el gusto, y con los fascinantes cambios en mi percepción del paso del tiempo.
Me considero personalmente bendecido por haber experimentado, aunque haya sido brevemente, la existencia de Dios. He llegado a sentir una unión sagrada con la creación y con su Creador, y –lo más sorprendente de todo– he podido tomar contacto con lo más profundo de mi propia alma.
Por todas estas razones, he dedicado mi vida a este ámbito de investigación. Algún día tal vez entienda cómo estos sencillos catalizadores logran hacer aquello que nosotros experimentamos. Mientras tanto, estaré en deuda con ellos para siempre. Y también seré su defensor durante toda mi vida.

EL PROCESO DE DESCUBRIMIENTO
La segunda pregunta que más me suelen hacer, después de “¿Por qué te dedicas a ese trabajo?”, es “¿Cómo determinas la actividad de una nueva droga?”.
¿Cómo procedemos para descubrir la acción, la naturaleza del efecto sobre el sistema nervioso central, de una sustancia química que acaba de sintetizarse, pero que aún no se ha introducido en ningún organismo vivo? Yo comienzo explicando que debemos partir de la base de que, en primer lugar, la sustancia química recién nacida está tan libre de actividad farmacológica como un niño recién nacido está libre de prejuicios.
En el momento de la concepción de un individuo, queda decidido gran parte de su futuro, desde características físicas hasta el sexo y la inteligencia. Pero muchas otras cosas no se determinan aún. Cosas tan sutiles como la personalidad, los sistemas de creencia y muchas otras características no quedan establecidas al nacer. A los ojos de todo recién nacido, hay toda una omnipresencia de inocencia y divinidad que cambia gradualmente a medida que entabla interacción con los padres, los familiares y el entorno. El adulto en que se convierte es un producto que ha sido moldeado mediante repetidos contactos con dolores y placeres, y lo que aparece al final del proceso es un pesimista, un egocéntrico o una persona que se dedica a salvar vidas. Y los compañeros de viaje de esta persona, en el transcurso de su desarrollo, desde el bebé poco definido, hasta el adulto perfectamente caracterizado por su personalidad, todos ellos habrán influido en él, y a su vez habrán sido influidos por él, mediante todas las interacciones que habrán tenido lugar.
Lo mismo sucede con una sustancia química. Cuando se concibe la idea de una nueva sustancia, no existen más que símbolos, un collage de extraños átomos unidos mediante enlaces, que se garabatean en una pizarra, o en una servilleta, en la mesa, durante la cena. La estructura, sin duda, y tal vez incluso algunas características espectrales y propiedades físicas, están pre-determinadas de forma inevitable. Pero sus características en el ser humano, la naturaleza de su acción farmacológica, o incluso el tipo de acción que podría llegar a mostrar sólo pueden ser objeto de conjeturas. Estas propiedades todavía no se pueden conocer, dado que en esta fase aún no existen.
Aunque el compuesto aparece como una nueva sustancia, tangible, material, que se puede pesar, aún es tabula rasa en lo que respecta a la farmacología, en el sentido de que no se conoce nada, y no se puede llegar a conocer nada, acerca de su acción en el ser humano, ya que nunca ha estado en el interior de un ser humano. Es sólo mediante el desarrollo de una relación entre la cosa que se pone a prueba y la persona que la experimenta como se pondrá de manifiesto este aspecto característico suyo, y la persona que realiza la prueba contribuirá a la definición final de la acción de la droga tanto como la droga en sí misma. El proceso por el que se averigua la naturaleza de los efectos de un compuesto es lo mismo que el propio proceso de conocer sus efectos.
Entre los investigadores que ponen a prueba alguna sustancia que ha obtenido otro investigador se encontrarán algunos (la mayoría, espera el creador) que harán distintas evaluaciones por separado y que estarán de acuerdo con las de quien obtuvo por primera vez la sustancia, y entonces se tendrá la impresión de que el creador definió (desarrolló) las propiedades de forma adecuada. Otros investigadores (sólo algunos, espera el creador) mostrarán su desacuerdo, y sin decir nada a nadie tenderán a preguntarse por qué no llegaron a evaluar la sustancia de forma más precisa. Si sucede todo esto, podemos considerar globalmente que se trata de un éxito, y que es la recompensa por seguir las tres partes del proceso, es decir, ideación, creación y definición.
Pero debemos tener en cuenta que la interacción tiene lugar en los dos sentidos: la persona que experimenta una sustancia, lo mismo que la sustancia que se comprueba, reciben su mutua influencia .Yo determino la actividad de las sustancias que invento de la manera más antigua y más validada por la experiencia; establecida y practicada durante miles de años por médicos y chamanes que tuvieron que conocer los efectos de plantas que podían ser útiles para curar. El método es evidente para cualquiera que haya pensado al menos un poco en este asunto. Aunque la mayoría de los compuestos que investigo se materializan en el laboratorio, y yo en contadas ocasiones pruebo las plantas o los hongos que nos ofrece la naturaleza, todavía hay una única manera de hacerlo, un procedimiento que minimiza el riesgo, a la vez que maximiza la calidad de la información obtenida. Yo mismo ingiero el compuesto. Experimento sus efectos físicos en mi propio cuerpo y permanezco atento a cualquier efecto mental que pudiera aparecer.
Antes de ofrecer detalles sobre este anticuado método para descubrir la actividad de una nueva droga, permítame el lector explicar qué pienso sobre los ensayos en animales, y por qué ya no me baso en ellos para mi investigación.
Antes utilizaba animales, cuando trabajaba en Dole, para detectar la posible toxicidad. Evidentemente, las drogas que prometían tener utilidad clínica deben pasar por los procedimientos establecidos que permite el IND (Investigational New Drugs, “Nuevos Fármacos de Investigación”), así como por ensayos clínicos, antes de poderse efectuar estudios en humanos a gran escala. Pero yo no he matado ratones en experimentos desde hace dos décadas, y no preveo ninguna necesidad de hacer eso de nuevo. Mis razones para haberme situado en contra del uso de animales en los ensayos son las que expongo a continuación.
Durante la época en que experimentaba de forma rutinaria en ratones toda nueva droga, potencialmente psicoactiva, para establecer la LD-50 (el nivel de dosis al cual el 50% de los animales mueren), se me hicieron obvios dos conceptos generales. Todos los animales que pasaban por la prueba parecían agruparse en la zona que se encuentra en los 50 y 150 miligramos por kilogramo de peso corporal. Para un ratón de 25 gramos, esto implicaría encontrarse en unos 5 miligramos. Y, en segundo lugar, esa cifra no permite predecir ni la potencia ni las propiedades del mecanismo de la droga que podrían darse en el ser humano. No obstante, en la literatura científica, numerosos compuestos se han “establecido” como psiquedélicos por su acción, basándose tan sólo en ensayos animales, sin que se realizase ninguna evaluación humana. Creo, en términos absolutos, que poner a prueba cosas como la construcción del nido en ratones, o bien la alteración de la respuesta condicionada, el apareamiento, el tiempo que tardan en salir de un laberinto o su actividad motora, no tienen ningún valor para determinar el potencial psiquedélico de un compuesto.
Hay una forma de investigación mediante animales que ciertamente sí tiene mérito, y es la monitorización cardiovascular y eventual examen patológico de un animal experimental al que se ha administrado una dosis cada vez mayor del compuesto que se está estudiando. El animal que normalmente he utilizado ha sido el perro. Esta forma de investigación es ciertamente útil para determinar la naturaleza de los efectos tóxicos que se deben controlar, pero sigue sin tener ningún valor para definir los efectos subjetivos de una droga psicoactiva en el ser humano.
Mi punto de partida habitual, al probar una nueva droga, es de entre unas diez y cincuenta veces menos, en términos de peso, que el nivel activo conocido de su análogo más cercano. Si tengo alguna duda, reduzco de nuevo otras diez veces. Con algunos compuestos que están estrechamente relacionados con drogas de baja potencia previamente investigadas he comenzado a niveles de miligramos. Pero hay otros compuestos –los de una clase completamente nueva e inexplorada– en los que posiblemente comience a experimentar a niveles incluso inferiores al del microgramo.
No hay un procedimiento totalmente seguro. Distintas líneas de razonamiento pueden llevar a diferentes predicciones de un nivel de dosis que probablemente sea inactivo en el ser humano. Un investigador prudente comienza su exploración con la menor. Sin embargo, siempre está en el aire la pregunta: “Sí, pero qué sucedería si…?”. Podemos razonar, DESPUÉS de la experiencia que –en la jerga de los químicos– el grupo etilo incrementó la potencia por encima de la del grupo metilo, debido a la lipofilia, o que la redujo debido a una desmetilación enzimática poco efectiva. Por tanto, mis decisiones deben ser una mezcla de intuición y de jugar con las probabilidades.
Hay muy pocas drogas que –mediante el cambio estructural basado en un único átomo de carbono (a esto lo llamamos “homologación”)– cambien su potencia farmacológica en todo un nivel de magnitud. Hay muy pocos compuestos que sean activos oralmente a niveles muy por debajo de 50 microgramos. Y he descubierto que las escasísimas drogas que son activas en el sistema nervioso central del ser humano y que resultan ser peligrosas para el investigador a dosis activas, normalmente ofrecen algunas advertencias previas al nivel de umbral. Si deseas seguir siendo un investigador vivo y saludable, tendrás que conocer bien estas señales de aviso, y dejar de seguir investigando en mayor medida cualquier droga que presente una o más de esas señales. Yo normalmente experimento menos en busca de indicios de peligro que en busca de las señales de que la nueva droga pueda tener efectos que simplemente no me resulten útiles o interesantes.
Por ejemplo: si estoy probando una nueva sustancia a un nivel de dosis bajo y detecto en mí indicios de hiperreflexia, un exceso de sensibilidad a los estímulos normales –estar acelerado, como suele decirse coloquialmente–, podría tratarse de un aviso de que esa droga podría, a dosis más altas, causar convulsiones. Los convulsionantes se utilizan en la investigación con animales y tienen una función legítima en medicina, pero mi taza de té no llega a provocarme convulsiones. Que un compuesto muestre cierta tendencia a enviarme al mundo de los sueños puede ser un síntoma de advertencia; soñar durante el día es una conducta normal cuando estoy cansado o aburrido, pero no cuando acabo de tomar una pequeña dosis de una nueva droga y me encuentro vigilante, esperando síntomas de actividad. O tal vez me doy cuenta de que caigo en breves episodios en que duermo, los microsueños. Cualquiera de estas señales me llevaría a sospechar que la sustancia podría ser un sedante hipnótico o un narcótico. Este tipo de drogas es indudable que tienen su lugar en la medicina, pero –de nuevo– no son lo que yo busco.
Una vez se ha establecido que la dosis inicial seleccionada no tiene efecto de ningún tipo, aumento la dosis en días alternos, en incrementos de aproximadamente el doble a niveles bajos, y tal vez de 1,5 veces, a niveles superiores.
Debemos tener en cuenta que, si una droga se experimenta con excesiva frecuencia, se puede desarrollar tolerancia a ella, aunque no exista actividad percibida, de forma que aumentar la cantidad tal vez parezca no ofrecer actividad, y en realidad nos estaremos equivocando. Para minimizar esta posible pérdida de sensibilidad, no repito ninguna droga en días seguidos. Además, me concedo de vez en cuando una semana para estar completamente libre de drogas. Esto es especialmente importante si estoy experimentando distintas drogas de propiedades estructurales similares en el mismo período.
A lo largo de los años, he desarrollado un método de asignación de símbolos que se refieren exclusivamente a la fuerza o intensidad percibida de la experiencia, no al contenido, que se evalúa por separado en mis notas de investigación. Podría también aplicarse a otras clases de drogas psicoactivas, como sedantes-hipnóticos o antidepresivos. Utilizo un sistema de cinco niveles de efectos, simbolizados por signos de “mas” y de “menos”. Hay un nivel adicional que describiré, pero se sostiene por sí mismo y no es comparable con los demás.
(-) o “menos”. No se nota ningún efecto, de ningún tipo en absoluto, lo cual puede deberse a la sustancia en cuestión. A esta condición también se la llama “estado inicial”, que es mi estado anímico normal. Por tanto, si el efecto de la droga es “menos”, significa que me encuentro exactamente en las mismas condiciones mentales y corporales en las que estaba antes de tomar la droga objeto del experimento.
(±) o “más-menos”. Siento alguna diferencia respecto a mi estado normal, pero no puedo estar seguro de que se trate de un efecto propio de la droga. Hay muchos falsos positivos en esta categoría, y muy a menudo mi informe concluye que lo que he interpretado como indicio de actividad era, en realidad, producto de mi imaginación.
En este momento describiré brevemente algo que llamo la “alerta”. Es un leve indicio que sirve para acordarme (en caso de que me haya distraído por una llamada de teléfono o una conversación) de que, efectivamente, yo había tomado una droga. Sucede en una fase temprana del experimento, y es el preludio de acontecimientos venideros. Todos los miembros de nuestro grupo de investigación tienen su propia forma individual de alerta; uno nota cierta descongestión de los senos paranasales, otro siente un hormigueo en la parte inferior del cuello, otro empieza a moquear ligeramente, y yo, en concreto, me doy cuenta de que mi tinnitus desaparece.
(+) o “más uno”. Hay un efecto real, y puedo llevar la cuenta de la duración de ese efecto, pero no soy capaz de decir nada sobre la naturaleza de la experiencia. Dependiendo de la droga, podría haber signos tempranos de actividad, entre los que tal vez se encuentren las náuseas e incluso los vómitos (aunque sean extremadamente raros). Pueden aparecer efectos menos molestos, como un ligero mareo, repetidos bostezos, inquietud o deseo de permanecer en movimiento. Estos síntomas físicos tempranos, si es que surgen, suelen desaparecer en la primera hora, pero deben considerarse reales, no imaginarios. Puede haber un cambio mental, pero no se puede definir en relación al carácter de cada uno. Pocas veces hay falsos positivos en esta categoría.
(++) o “más dos”. El efecto de la droga es innegable, y no sólo puede percibirse su duración, sino también su naturaleza. Es a este nivel cuando se realizan los primeros intentos de clasificación, y mis anotaciones pueden incluir cosas como ésta: “Hay una considerable mejora visual y una gran sensación táctil, a pesar de notarse una leve anestesia”. (Lo que significa que, aunque las yemas de mis dedos puedan responder menos al calor, el frío o el dolor, mi sentido del tacto se ha potenciado claramente). A más dos, me atrevería a conducir un coche sólo si existiera de algún modo un riesgo de muerte. Aún soy capaz de contestar fácilmente al teléfono, y puedo llevar la conversación sin problemas, pero sin duda preferiría no tener que hacerlo. Mis facultades cognitivas siguen intactas, y si surge algo inesperado podría sobreponerme a los efectos de la droga sin excesiva dificultad, hasta tener el problema bajo control.
Es en este estado –más dos– cuando suelo introducir otro sujeto experimental, mi mujer, Ann. Los efectos de la droga son lo suficientemente notables en este nivel para que ella pueda evaluarlos en su propio cuerpo y su propia mente. Ella tiene un metabolismo muy distinto al mío, y por supuesto una mente también muy distinta, por lo que sus reacciones y respuestas me aportan una información muy importante.
(+++) o “más tres”. Ésta es la intensidad máxima del efecto de una droga. Aparece el máximo potencial que puede haber en una sustancia. Sus propiedades se aprecian por completo (suponiendo que la amnesia no sea una de esas propiedades) y es posible definir de forma exacta el patrón cronológico. En otras palabras, puedo detectar cuándo recibo la alerta, cuando termina el estado de transición, cuánto dura la meseta –o actividad completa–, antes de notar el comienzo del declive de los efectos, y de forma exacta, lo brusca o suave que es la vuelta al estado inicial o normal. Conozco cuál es la naturaleza de los efectos de la droga en mi cuerpo y mi mente. Me resultaría imposible coger el teléfono, simplemente porque necesitaría demasiado esfuerzo mantener la normalidad requerida en el tono de voz y en las respuestas. Podría manejar una situación de emergencia, pero la supresión de los efectos de la droga requeriría un fuerte grado de concentración.
Después de que Ann y yo hayamos explorado el grado “más tres” de la nueva droga, y hayamos establecido los rangos de dosis con los que obtenemos esta intensidad en los efectos, reunimos a nuestro grupo de investigación y compartimos la sustancia con ellos. Dentro de poco diré algo más sobre este grupo. Después de que los miembros del grupo de investigación hayan redactado sus informes sobre la experiencia es cuando me preparo para escribir la síntesis de la nueva droga y su farmacología humana, para su inclusión en alguna publicación científica.
(++++) o “más cuatro”. Ésta es una categoría aparte y muy especial, que forma una clase por sí misma. Los cuatro signos de “más” no significan, de ninguna manera, que sea superior o comparable a un “más tres”. Se trata de un estado sereno y mágico que es en gran medida independiente de la droga que se utilice –si es que se utiliza alguna droga–, y podría llamarse una “experiencia cumbre”, utilizando la terminología del psiquiatra Abe Maslow. No puede repetirse a voluntad repitiendo el experimento. Un “más cuatro” es una experiencia única, mística o incluso religiosa que nunca se podrá olvidar. Tiende a conllevar un profundo cambio de perspectiva, o en la dirección de la vida de la persona que tiene la suerte de experimentarla.
Hace unos treinta años, compartía mis nuevos descubrimientos con un grupo informal de unos siete amigos; no nos reuníamos todos a la vez, sino en subgrupos de entre tres y cinco, algunos fines de semana, cuando podían disponer de tiempo. Estos siete originales pasaron a dedicarse a otras cosas; algunos se mudaron de la zona de Bay Area y perdimos el contacto; otros siguen siendo buenos amigos a los que vemos ocasionalmente, pero actualmente para cenar y recordar viejos tiempos, no para hacer experimentos con drogas.
El grupo de investigación actual es un equipo que llega a ser de once cuando todos los miembros están presentes, pero, dado que dos de ellos viven bastante lejos de Bay Area, y no siempre pueden unirse a nosotros, normalmente somos nueve. Hacen esto por su propia voluntad, y algunos son científicos, otros psicólogos, y todos ellos son expertos en experimentar los efectos de un buen número de drogas psicoactivas. Conocen bien el tema, y estas personas llevan unos quince años trabajando conmigo. Forman una familia estrechamente unida cuya experiencia en este ámbito les permite realizar comparaciones directas con otros estados modificados de conciencia conocidos, así como manifestar si una característica especial del efecto de una droga es equivalente al de otra, o si por el contrario es inferior en la comparación. Siento por todos ellos una inmensa gratitud, por haberme ofrecido muchos años durante los que he podido confiar en su voluntad para explorar un territorio desconocido.
El asunto del consentimiento informado es algo complemente distinto en el contexto de este tipo de grupo de investigación, al llevar a cabo este procedimiento para estudiar sustancias. Todos nuestros miembros conocen los riesgos, así como los posibles beneficios, que se pueden esperar en cada experimento. La idea de mala praxis o demanda legal no tiene sentido dentro de este grupo de voluntarios. Todos y cada uno de nosotros sabe que cualquier tipo de daño, sea físico o psíquico, sufrido por cualquiera de los miembros, a consecuencia de la experimentación con una droga nueva, recibiría el trato adecuado por todos los demás miembros del grupo, en el grado en que fuese necesario, y durante todo el tiempo que necesitase esa persona para recobrar la salud. Todos ofreceríamos apoyo económico, emocional y cualquier otro tipo de asistencia necesaria, hasta cubrir todo lo que hiciese falta. Pero permítame el lector añadir que el mismo tipo de ayuda y cuidados daríamos a cualquier miembro del grupo que los necesitara, aunque la causa no tuviera ninguna relación con la experimentación con drogas. En otras palabras, somos amigos íntimos.
En este momento debo señalar que, en el transcurso de estos quince años, ningún miembro del grupo ha sufrido ningún daño físico o mental como resultado de la experimentación con drogas. Ha habido unos pocos casos de malestar psíquico y emocional, pero los afectados siempre se han recuperado en cuanto desaparecieron los efectos de la sustancia.
¿Cómo mide un investigador la intensidad de los efectos de una droga, tal como los percibe él? Lo ideal es que esas evaluaciones fueran objetivas, libres de cualquier opinión o sesgo por parte del observador. Y el sujeto experimental debería ignorar la identidad y el tipo de acción esperada. Sin embargo, en el caso de sustancias como éstas –drogas psicoactivas–, los efectos pueden percibirse solamente dentro del conjunto formado por los órganos sensoriales del sujeto. Sólo de esa forma podemos observar e informar sobre el grado y naturaleza del mecanismo de la droga. Por tanto, el sujeto es el observador, y la objetividad al estilo clásico es imposible en nuestro caso. No puede haber estudios ciegos.
El asunto de los estudios ciegos, especialmente los de doble ciego, no tienen ninguna relevancia y, en mi opinión, rozan la inmoralidad en nuestro ámbito de investigación. Las razones para diseñar un estudio “ciego” consisten en protegerse del posible sesgo subjetivo por parte del sujeto, pero la objetividad no es posible en esta clase de investigación, como explicaré más adelante. El sujeto podría llegar a tener un estado modificado de consciencia, y considero totalmente inadecuada la idea de no advertirle previamente de esta posibilidad.
Dado que al sujeto, en un experimento de este tipo, se le habrá advertido sobre la identidad de la droga y sobre la forma general de acción que puede esperarse a los niveles de dosificación que Ann y yo sabemos que son activos, y puesto que conoce el momento y el lugar del experimento, así como la dosis que va a tomar, yo utilizo la expresión “doble consciente”, en lugar de “doble ciego”. Esta expresión fue idea original del doctor Gordon Alles, un científico que también exploró el ámbito de los estados modificados de conciencia con drogas recién creadas.
Se siguen estrictamente ciertas reglas. Antes del experimento, deben haber pasado al menos tres días desde la última vez que se consumió una droga; si alguno de nosotros sufre algún tipo de enfermedad, aunque sea muy leve, y especialmente si está tomando medicamentos para ella, sabemos que no participará ingiriendo la droga objeto del ensayo, si bien puede decidir estar presente durante la sesión.
Nos reunimos en la casa de una u otra persona del grupo, y todos llevamos comida o bebida de algún tipo. En la mayoría de los casos, el anfitrión se prepara para que todos nos quedemos en su casa para pasar la noche, y nos llevamos sacos de dormir o esterillas. Debe haber espacio suficiente para que cualquiera de nosotros se separe del resto del grupo si desea estar solo durante un rato. Las casas que utilizamos tienen jardines donde podemos pasar algún tiempo al aire libre, entre las plantas. También hay disponibles música y libros de arte, para cualquiera que desee utilizarlos durante el experimento.
Sólo hay dos obligaciones relacionadas con el procedimiento. Tenemos siempre presente que las palabras “Levanto la mano” (acompañadas siempre por el levantamiento real de la mano de quien habla), antes de decir algo, significa que, independientemente de lo que se diga, se trata de un asunto o problema reales. Si yo grito “Levanto la mano”, y después paso a decir que huelo a humo, eso significa que estoy realmente preocupado por un olor a humo que es real, y no que esté haciendo algún tipo de juego de palabras o dejándome llevar por algún producto de mi imaginación, sea del tipo que fuere. Esta norma se recuerda al principio de todas las sesiones y se cumple estrictamente.
La segunda es el concepto de derecho a veto. Si algún miembro del grupo se siente molesto o nervioso por alguna propuesta concreta relacionada con la forma en que podría transcurrir la sesión, se ejecuta el derecho a veto y todos lo respetan. Por ejemplo, si una persona sugiere poner música en algún momento del ensayo y se le unen otros a los que gusta la idea, se supone que la decisión debe ser unánime; si a una sola persona le molesta oír música, queda garantizado que no se pondrá tampoco para el resto del grupo. Esta regla no genera los problemas que tal vez alguien podría imaginar, porque en la mayoría de las casas que son suficientemente grandes para acomodar a un grupo de once personas para un experimento de ese tipo, suele haber una sala libre en la que poder oír música sin perjudicar la tranquilidad que haya en otras habitaciones.
Debo decir algo sobre las conductas sexuales. En nuestro grupo, hace muchos años se expuso claramente –y se ha entendido y respetado desde entonces– que no habrá ningún tipo de comportamiento relacionado con impulsos o sentimientos sexuales, que se permita durante un experimento, entre personas que no estén casadas o que no tengan en ese momento una relación estable. Es la misma regla que se aplica en psicoterapia; se puede hablar sobre sentimientos sexuales, si se desea hacer, pero no habrá ningún tipo de actos físicos con otro miembro del grupo que no sea la pareja adecuada. Por supuesto, si una pareja con una relación consolidada quiere retirarse a una habitación privada para hacer el amor, son libres de hacerlo con el beneplácito (y probablemente la envidia) de todos los demás.
Existe el mismo acuerdo en relación con los sentimientos de enfado o con los impulsos de violencia, si llegaran a surgir. Esto permite una total libertad de expresión, y la completa seguridad de que, independientemente de qué tipo de sentimiento o emoción inesperados puedan surgir, nadie actuará de ningún modo que pueda causar remordimientos o sensación de vergüenza, en ese momento o en otro futuro, hacia alguno o todos nosotros.
Los investigadores están acostumbrados a tratar la falta de acuerdo o los sentimientos negativos de la misma forma en que los tratarían en una terapia de grupo: examinando los motivos de las molestias, el enfado o la irritación. Saben hace mucho tiempo que el examen de los efectos psicológicos y emocionales de una droga psicoactiva es, inevitablemente, similar al examen de sus dinámicas psicológicas y emocionales como individuos.
Si todo el mundo está en buenas condiciones físicas, participan todos los miembros del grupo. Se hizo una excepción en el caso de un miembro que llevaba mucho tiempo participando, un psicólogo de setenta y tantos años que durante una sesión experimental tomó la decisión de dejar de tomar drogas experimentales. No obstante, quiso seguir participando en las sesiones con todos los demás, y recibimos su presencia con gran entusiasmo. Disfrutó mucho tiempo con lo que se conoce como “ebriedad por contacto”, hasta que murió unos años después, tras una operación de corazón. Le quisimos mucho y aún le echamos de menos.
Se trata de un equipo poco usual, y lo reconozco, pero ha funcionado bien para la evaluación de más de cien drogas psicoactivas, muchas de las cuales se han introducido en una práctica psicoterapéutica de un tipo nuevo y distinto.

Doctor Alexander Shulgin



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